El pasado 23 de abril se celebró el Día del Libro. En la inmensa mayoría de los casos, buena parte de los libros que se leen a lo largo de la vida han pasado previamente por el tamiz de un profesional de la traducción, quien se ha encargado de hacer accesibles sus contenidos a las capacidades lectoras del usuario final.
Sin embargo, siempre me ha llamado la atención el escaso reconocimiento que desde el sector editorial se hacía sobre dicha labor. En ocasiones ni siquiera figura su nombre en un lugar suficientemente destacado; y en esto España ha sido un ejemplo, por desgracia, bastante significativo (por cierto, tal hecho incumple de manera bien explícita la actual Ley de Propiedad Intelectual, dicho sea de paso).
¿Quién (salvo los angloparlantes) es capaz de adentrarse en los misterios del Ulises de Joyce- ¿Quién (con la excepción de quienes dominen el alemán) ha podido deleitarse con los sutiles versos de las Elegías de Duino de Rilke- ¿Hasta qué punto (de no comprender el ruso) podríamos acercarnos al intrincado entorno de Guerra y Paz de Tolstoi- ¿Cómo comprender Cien años de soledad de García Márquez si no es castellanoparlante- Y así hasta el infinito.
A veces se da un paso hacia delante en esta táctica de la falta de reconocimiento: es el momento en el que se cita la figura del traductor exclusivamente para culparle de ser poco fiel al original del texto del autor. El aserto «»traductor, traidor»» ha sido penosamente esgrimido para desprestigiar la labor llevada a cabo por estos profesionales (y, si es posible, escatimarles parte de sus ya magros ingresos).
Por supuesto hay malas traducciones literarias; como también hay carreteras mal construidas, penosas sentencias judiciales o redes de comunicaciones que la mayor parte de las veces no son operativas (y nadie estigmatiza de manera sistemática por ello a los ingenieros de caminos, los jueces o los expertos en tecnologías de la información y las comunicaciones).
Desde mi punto de vista son cuatro los grandes valores añadidos aportados por un traductor que implican un más que notable peso específico en el conjunto de la obra literaria. El primero de ellos es su capacidad para ejercer de descubridor de la obra del autor en un gran número de mercados; entre una buena o una mediocre traducción se encuentra la linde que podrá explicar el éxito o el fracaso del escritor en un determinado país o grupo de países.
En segundo término se encuentra su labor de integración del lector en el mundo del autor, guiándole por un particular universo que hasta entonces le era desconocido. Tal cuestión implica una particular sensibilidad y conocimiento del contexto que va más allá de los aspectos meramente lingüísticos. Esta percepción requiere una habilidad más que significativa.
En tercer lugar el traductor es asimismo un visionador, en el sentido de que tiene la capacidad para ver a través del texto y, de manera consecutiva, transmitir las imágenes así captadas al lector final de la obra.
Y, por si todo esto fuera poco, el traductor es, en muchos casos, un auténtico solucionador de problemas. Porque es capaz de realizar una interpretación literaria adecuada y porque ofrece respuestas eficaces que permiten la creación de un lenguaje comprensible para un lector distinto.
En definitiva, advertimos que en muchas ocasiones un traductor literario es un auténtico ingeniero epistemológico, con capacidad para tender puentes que permiten unir culturas a través del acceso a los contenidos generados por un determinado autor. La relevancia de tal tarea implica, de manera indefectible, un superior grado de reconocimiento al actualmente alcanzado.